El Papa, Sinatra y yo fuimos los únicos que silenciamos Maracaná: Ghiggia

shadow

 

BOGOTÁ/Colombia.- «Juancito es un buen hombre, pero ahora se equivoca. Si jugamos para defendernos nos sucederá lo mismo que a Suecia o España», rugió para todos sus compañeros el capitán de la selección uruguaya Obdulio Varela.

‘El Negro jefe’, como era llamado, aludía con estas palabras al mensaje del seleccionador Juan López Fontana, quien segundos antes había pedido jugar defensivamente para evitar una humillación ante Brasil aquel 16 de julio de 1950.

Los brasileños llegaron a la final con números que asustaban. Ganaron 5 partidos y empataron uno. Marcaron 21 goles y encajaron 4.

En la fase final habían vapuleado a Suecia por 7-1 y a España por 6-1. Un empate les alcanzaría para obtener su primer mundial pues un 2-2 con España y un 3-2 sobre Suecia resumían la campaña ‘charrúa’.

Tal era el favoritismo que a horas de la cita en el Maracaná las autoridades uruguayas hicieron saber a sus jugadores que sería conveniente «una derrota digna». En otras palabras, sin goleada.

«¡Los de afuera son de palo!», gritó el lateral Schubert Gambetta al aludir a los 200.000 brasileños que fueron al estadio.

«Si entramos vencidos es mejor ni salir al campo de juego», dijo el capitán y de camino a la cancha pidió: «No piensen en toda esa gente, no miren para arriba, el partido se juega abajo».

Una banda de músicos tenía instrucciones de interpretar el himno del campeón al final del partido. Habían recibido la partitura del brasileño y la de una marcha triunfal titulada ‘Brasil Campeão‘.

Al desbordado triunfalismo tampoco escapó el presidente de la FIFA, el francés Jules Rimet, quien llevaba en el bolsillo un encendido discurso para los campeones escrito en portugués.

En la intimidad de la selección dirigida por Flavio Costa las cosas no eran tan placenteras como se vivían en las calles. Incluso una cadena de errores provocó un ambiente de nerviosismo y malestar.

La concentración original, lejana en aquellos tiempos para los hinchas, fue sustituida por una en el centro de Río de Janeiro. Los jugadores quedaron al alcance de fanáticos y políticos.

La víspera de la final, Costa permitió la entrada a las esposas y la salida a solteros como Juvenal, con fama de bohemio.

Ahí fue Troya. El defensor de perfil zurdo volvió de madrugada borracho. Costa quiso sacarlo del once titular pero no había recambio para el rol que desempeñaba. Improvisar podía costar caro.

A la hora del desayuno de aquel 16 de julio había rostros tensos.

El portero suplente Castilho sintió como una terrible premonición las palabras de Ademir, el máximo goleador de ese Mundial: «El fútbol se gana en la cancha».

Camino al estadio el autobús que llevaba a la selección tuvo una colisión sin consecuencias al evitar en una curva a imprudentes que salían al paso. El capitán Augusto sufrió un hematoma en la cabeza.

En los primeros compases del partido que comenzó a las 15.00 horas, el portero Roque Gastón Máspoli destacó con sus reflejos. Para molestia de la afición y alegría de los 100 uruguayos que estaban en los graderíos el primer tiempo terminó sin goles.

Solo dos minutos después de la reanudación marcó Friaça. Mientras los brasileños celebraban y los uruguayos temían lo peor, Varela, el corpulento defensa de ascendencia española y africana tomó el balón y se enzarzó en una teatral discusión con el árbitro inglés George Reader, que no hablaba otro idioma.

Al demorar la reanudación tras el gol, el partido se enfrió y se disipó la presión, que hubiera sido nefasta para los uruguayos.

A los 66 minutos, el puntero derecho Alcides Ghiggia escapó por su banda y, tras simular un remate a la puerta de Moacir Barbosa, pasó el balón a la mitad del área. Sin marca, Juan Alberto Schiaffino estableció el 1-1, que aún servía para coronar a Brasil.

A los 79 minutos, hubo una triangulación a partir de Varela con Ghiggia y Julio Pérez, quien se la devolvió a Ghiggia. Él superó al lateral Bigode y, libre, fingió resolver como en el primer gol.

Barbosa dio un paso al frente para cerrar ángulo al rival que esperaba por el centro, pero dejó descubierto su primer palo, por donde entró como puñalada el remate al fondo de la red.

Barbosa y Bigode serían execrados hasta el fin de sus días.

Pero Zizinho, el astro de esa selección, y el técnico Costa condenaron a Juvenal, el que vomitando llegó al hotel el día de la final y que tenía la obligación de proteger la espalda del lateral.

Eran las 16 horas y 45 minutos cuando se escuchó el pitido final.

La banda no tuvo pieza para tocar ante el inesperado desenlace y se entregó la Copa Jules Rimet a Varela casi en la clandestinidad: «Aquí está la copa que ustedes ganaron», apenas dijo el presidente de la FIFA cuyo discurso oficial se quedó en el bolsillo.

Años después, Ghiggia lanzó la frase que lo tornó inmortal durante un homenaje en Brasil: «Solo tres personas fuimos capaces de silenciar el Maracaná: el Papa, Sinatra y yo».

Se refería a Juan Pablo II, que estuvo en el estadio en dos ocasiones: el 2 de julio de 1980 ofició una misa campal para 150.000 católicos, y el 4 de octubre de 1987 congregó a 120.000 personas.

El legendario cantante estadounidense Frank Sinatra ofreció en el Maracaná el más multitudinario concierto de su carrera, con 170.000 personas, el 26 de enero de 1980.

Ghiggia, el único sobreviviente que quedaba de los que jugaron aquel 16 de julio de 1950, murió a los 88 años, el 16 de julio de 2015, exactamente 65 años después de aquella final histórica.

Tantos gestos de valentía y superación se mezclaron aquella tarde con reacciones perfectamente humanas. El centrocampista Julio Pérez conmovió con su confesión. Los dos equipos alineados, se entonaba el himno uruguayo… «Me oriné. Y el orín me corría por las piernas, mojándome el pantalón. No me avergüenzo de contarlo». (Hernán Bahos Ruiz)

EFE/Foto: elcomercio.com

 

467331