No es que el Perú no sea un país serio y profundo, porque en verdad lo es, pero se esfuerza por disimularlo. Como si, a falta de mejores anacronismos, padeciéramos un ennui perpetuo ante los denodados trabajos que nos demanda una geografía desafiante y una historia que trata de escapar de la historieta, producimos desde paradojas hasta farsas sin parar mientes en su precio.
Hasta el viernes pasado tuvimos un presidente, Pedro Pablo Kuczynski que, a poco de su elección en 2016, fue ensalzado así por un antiguo periodista británico de Reuters: “Es imposible pensar en jefe de Estado latinoamericano en los últimos cien años que tenga [su] distinción intelectual, independencia de mente y amplitud de cultura”. Este supuesto parangón de la inteligencia sufrió el descabello funcional por manos de un congresista millonario, con tres años de escuela primaria y sobrada astucia. Aunque hasta ese momento la presunta “distinción intelectual” de Kuczynski lo había llevado a acumular torpeza tras error y mentira que lo pusieron en pose para su defenestración.
La caída de Kuczynski, pese a su importancia, fue el trasfondo y acompañamiento a los dos dramas principales cuyo contrapunto subordina lo demás: el desvelamiento del caso Lava Jato y la pugna feroz en la familia Fujimori.
El paso de los Fujimori por la historia peruana ha estado marcado por la eclosión de discordias. A poco de subir Alberto Fujimori al poder, su esposa Susana Higuchi denunció públicamente a sus parientes políticos de lucrarse vendiendo la ropa usada donada por Japón para ayudar a vestir al herido país de entonces. Fue en 1992 y poco después vino el golpe de Estado del 5 de abril e Higuchi fue expulsada de mala manera del matrimonio, del Gobierno y hasta, por un rato, de la libertad.
Fugado Fujimori al Japón después de su derrocamiento el año 2000, su hija Keiko se hizo cargo del liderazgo de un movimiento político que buscaba reivindicar y defender a aquel. Cuando Fujimori intentó la descabellada aventura del retorno a través de Chile, donde fue arrestado y luego extraditado al Perú, Keiko lideró la defensa de su padre y usó el nada desdeñable capital político de este para llegar al Congreso en 2006 y candidatearse por primera vez a la presidencia de la República en 2011.
Con su padre ya sentenciado a prisión, Keiko buscó forjar paulatinamente un perfil propio. Perdió la elección de 2011, que creyó ganada; volvió a perder la de 2016, que supuso segura; y, cada vez más separada de su padre (cuya vigencia entre los fieles vio como un obstáculo a su ya independiente ambición), se empeñó en utilizar su mayoría parlamentaria para derrocar a un apaciguador e ineficaz Kuczynski.
Estuvo a punto de lograrlo en diciembre pasado. Uno de los factores centrales en impedirlo fue su hermano Kenji, que había entrado a la política como el hijo preferido del viejo Fujimori, a quien, a diferencia de Keiko, no solo no olvidó sino que cuidó y por cuyo indulto bregó hasta el punto de arrebatar el voto de 10 congresistas a su hermana. Con esa sorpresiva acción le quitó la mayoría en el Congreso, “salvó” a Kuczynski y logró el indulto de su padre.
En los dos meses y pico siguientes, con su padre en libertad, Kenji y los excongresistas keikistas que lo siguieron actuaron como aliados de Kuczynski. No eran precisamente un grupo jeffersoniano. Entre ellos estaba, por ejemplo, el médico Bienvenido Ramírez, quien revolucionó la neurología al afirmar en el Congreso que el Alzheimer era ocasionado por “leer mucho”.
Y fueron precisamente las grabaciones con una cámara espía de Moisés Mamani cuando Bienvenido Ramírez buscaba inducirlo a cambiar de voto las que, junto con las que hizo al exministro Bruno Giuffra, sellaron la suerte de Kuczynski cuando los keikistas las propalaron con la reforzada escenografía del escándalo.
Lo principal de esa devastadora emboscada fue que el partido de Keiko descalabró a Kenji y sus rebeldes, a la vez que amenazaba la libertad de su hoy implícito enemigo, Alberto Fujimori, cuyo indulto fue realmente la mayor amenaza al poder de Keiko. Conmocionado por la debacle, Kenji no se ha rendido y ha levantado la apuesta. En un corto vídeo de baja resolución cuyos numerosos fades de edición indican la tensión bajo la que se hizo, Kenji acusó este domingo a su hermana y operadores de ser culpables de todo lo que ellos acusan. No solo eso: el más joven de los Fujimori se ofreció como testigo en todas las investigaciones pendientes sobre corrupción en el entorno dirigido por su hermana.
No es la vía de Sansón sino la del kamikaze donde revientan todos con él. Y ahí, en la amenaza de arrebatarle la burka al fujimorismo realmente existente y presentar al desnudo sus corrupciones, entre ellas las vinculadas con el caso Lava Jato, ha sido perceptible el escalofrío entre los keikistas y aquellos de sus aliados que han hecho del encubrimiento activo de sus fechorías un sistema de vida y de acción política.
En ese contexto juró el nuevo presidente, Martín Vizcarra, quien pidió que “todos los partidos y líderes políticos” trabajen unidos, en su primera (probablemente no la última) involuntaria comicidad.
Reproducción de la columna «Las palabras» de Gustavo Gorriti publicada en el diario El País el 28 de marzo de 2018.
El verdugo de Kuczynski es el fujimorismo pútrido que ya nos asoló
Fuerza Popular va camino al desmoronamiento por culpa de Keiko
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