En un artículo publicado en The New York Times, la periodista Judith Shulevitz narraba un episodio delirante ocurrido hace un par de años en la Universidad de Brown, cuando un grupo de alumnos organizaron un debate abierto en torno a un problema tan sensible en un campus universitario como las agresiones sexuales. La respuesta del batallón de la corrección política, cuya génesis está precisamente en las universidades norteamericanas, no se hizo esperar: había que cancelar el acto y censurarlas ideas que iban a exponerse para proteger a aquellas víctimas cuyos sentimientos pudieran verse ofendidos.
Las autoridades académicas tuvieron el buen juicio de no suspender el debate, como tantas veces ha ocurrido ante la denuncia de alguno de esos estudiantes tan intransigentemente cándidos, pero se esforzaron de forma ridícula para contentar al lobby de la corrección política: crearon un safe space, es decir, un ‘espacio seguro’ donde cualquiera que se sintiera aturdido por las ideas expuestas pudiera cobijarse. Ese espacio, según relató Shulevitz, resultaba de lo más surrealista: música relajante, cojines, caramelos y galletas, juegos de plastilina y cuadernos para colorear. Por si se lo han perdido: no se trataba del jardín de infancia Brown, se trataba de la Brown University, una de las más santiguas de Estados Unidos.
Es un capítulo más que ilustra esa fiebre naif de la corrección política que se ha instalado en Occidente hasta convertirse en una nueva forma de censura y oscurantismo. En un interesantísimo y certero artículo titulado « ¿Tendrá razón Clint Eastwood? Hacia una sociedad adolescente», el director de opinión de Voz Pópuli, Javier Benegas, y el profesor Juan M. Blanco, advierten: «En su esfuerzo por hacer sentir a todos los estudiantes cómodos y seguros, a salvo de cualquier potencial shock, las universidades están sacrificando la credibilidad y el rigor del discurso intelectual, reemplazando la lógica por la emoción y la razón por la ignorancia. En definitiva, están impidiendo que sus alumnos maduren».
Aunque cuente con una incontable legión de mojigatos a su servicio, la corrección política va más allá de ser un mero ejercicio de mojigatería. El fin último de cualquier forma de censura no es otro que neutralizar las ideas que se oponen al sistema. Benegas y Blanco inciden, además, en lo absurdo de la political correctness: resulta del todo ineficaz para afrontar esas cuestiones que aparentemente pretende resolver, esto es, la discriminación, la injusticia, la maldad… «No es más que un recurso típico dementes superficiales que, ante la dificultad de abordar los problemas, la fatiga que implica transformar el mundo, optan por cambiar simplemente las palabras, por sustituir el cambio real por el lingüístico», señalan.
El pensamiento infantil que envuelve lo políticamente correcto cree que el monstruo desaparecerá con solo cerrar los ojos. Pero resulta que no. Resulta que el inconsciente colectivo desea obscenamente reventar las costuras de la corrección política. Es algo de lo más freudiano y, cuando la venda cae de los ojos, se ha producido un ejercicio de exorcismo político inverso: Donald Trump es el presidente de Estados Unidos, el KuKluxKlan quema unas cruces para celebrarlo, Otegui quiere ser Nelson Mandela y Marine Le Pen está cada vez más cerca de asaltar los cielos elíseos. Quizá Clint Eastwood tuviese razón. Quizá todo el mundo se está hartando de la corrección política y del peloteo.
Pablo Blázquez
Editor de la revista Ethic/ ethic.es/Twitter: @Ethic_
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