Luis Eduardo Valcárcel: «Vi a Riva Agüero saludar a la manera nazi, lo que me dejó muy apenado»

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En su libro «Memorias», publicado por el Instituto de Estudios Peruanos (Lima, 1981), el historiador y antropólogo Luis Eduardo Valcárcel recuerda anécdotas de su amistad con José de la Riva Agüero y Osma.

Desde los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial comenzaron a surgir rivalidades entre fascistas y demócratas criollos, pugna que también alcanzó a las universidades limeñas. San Marcos era indigenista y liberal y la Universidad Católica hispanófila y clerical. Ante la Guerra Civil Española, la primera estaba por los republicanos y la otra por los franquistas. Las diferencias entre estudiantes y profesores de ambas universidades ocasionaron roces y conflictos.

Sin embargo, no había posiciones completamente homogéneas en cada una de dichas universidades, era el caso de Raúl Porras en San Marcos, por ejemplo. Su hispanismo era tan evidente que en cierta actuación que se realizó un homenaje a Francisco Pizarro, en la que se pronunciaron varios discursos, uno de ellos corrió a cargo del embajador español y otro de Porras. Un extranjero que estaba entre los asistentes me comentó en voz baja: «Cuando habló el Embajador de España creí que era el peruano, y cuando habló el peruano creí que era el Embajador». Su hispanismo fue fuertemente atacado por la revista Garcilaso, en cuya redacción participé, lo que nos distanció un poco.

Con el estallido de la guerra se hizo más aguda la oposición entre hispanistas e indigenistas, y fascistas y demócratas. La mayoría de los hispanistas simpatizaban con el eje Berlín-Roma, mientras que los otros apoyaban a los aliados. Los fascistas criollos eran defensores beligerantes de la fuerza y de los principios doctrinarios del orden y la tradición. A algunos, como Carlos Miró Quesada, su fanatismo los llevó a vestirse con camisas negras y hacer el característico saludo fascista con el brazo derecho en alto.

Con esas ideas ultraconservadoras coincidió José de la Riva Agüero, quien en Europa había sufrido un cambio fundamental en sus ideas y manera de ser. Recuerdo claramente la primera vez que lo vi después de casi diez años de ausencia del Perú. Enterado de su retorno lo visité en su casa de Chorrillos; no lo encontré, pero su valet francés me hizo pasar a un saloncito, indicándome que no tardaría. En efecto, poco rato después se presentó y, para mi sorpresa, traía un libro de misa en la mano; regresaba en ese momento de la iglesia. Luego de saludarnos calurosamente, Riva Agüero me dio a entender que sus parientes y amigos lo habían hecho volver sobre sí mismo y que en Europa había comprendido la importancia de sus orígenes nobles y castizos, de los cuales no podía renegar. Por eso había reconocido sus títulos nobiliarios y retornado al seno de la iglesia.

Si bien desde entonces fue mucho lo que nos separó, en las oportunidades de encuentros personales reaparecía nuestra antigua amistad. Solíamos enfrascarnos en uno de los temas en que quizás nunca habríamos de ponernos de acuerdo, la raíz cultural peruana, aunque nos escuchábamos con respeto. Riva Agüero defendía su idea del mestizaje, por mi parte reconocía la existencia de un mestizaje biológico pero no de un mestizaje cultural, la parte hispánica seguía siendo indiferente a la indígena y la mezcla o famosa simbiosis era una tarea que estaba por realizarse.

Riva Agüero fue un hombre muy conservador, como temas prefería sobre todo las disquisiciones genealógicas y la literatura universal. Mucho tiempo perdió en esa dispersión que lo caracterizaba. En repetidas oportunidades le insistí en que dedicara sus esfuerzos a la historia del Perú y escribiera la gran obra que todos esperábamos de él, pero tal cosa no sucedió.

Lo realmente admirable era que cualquier tema que tocaba lo conocía con una real erudición. Como cada vez fue escribiendo menos prefirió dictar conferencias, que muchas veces se prolongaban por varias horas, porque el expositor realizaba larguísimas digresiones. En cierta oportunidad se le pidió que presentara a un famoso historiador ecuatoriano. Riva Agüero comenzó a hablar, cada cosa que mencionaba sobre la persona a quien debía presentar la asociaba a otra, de manera que su mente describía grandes meandros. Finalmente había pronunciado un verdadero discurso, cuando terminó, el conferencista ecuatoriano apenas pudo pronunciar algunas palabras, pues casi no quedaba tiempo.

Generalmente conversábamos en su casa, sólo recuerdo una oportunidad en que llegó de visita a la mía, en la calle Colón. Algún tiempo después fui invitado a una actuación que la colonia italiana realizó en el Museo de Arte Italiano. No estaba muy enterado del programa de la velada, resultó que tenía contenido político. Fue la primera vez que vi a Riva Agüero saludar a la manera nazi, lo que me dejó muy apenado.

Algunos años después fue a visitarme al Museo en Alfonso Ugarte. El objeto era comprometerme para constituir un grupo que escribiese una Historia General del Perú. Sabía que los otros comprometidos eran Julio C. Tello, el padre Rubén Vargas Ugarte, Raúl Porras, Jorge Basadre. Llegó en compañía de Manuel Cisneros Sánchez, ministro de Prado, y me comunicó que la edición, que se haría en varios tomos, sería financiada por la International Petroleum Company. Riva Agüero había sido nombrado presidente de la comisión editora. En esta visita recuerdo mucho que al bajar las escalinatas de la segunda planta, me tomó del brazo y con mucho cariño me dijo: «Valcárcel, Valcárcel, usted está cambiando»; yo, sonriéndome, le contesté: «Doctor, no sé cuál de nosotros ha cambiado». Esa fue una de las últimas ocasiones que tuvimos para conversar con la confianza de siempre.

El proyecto de la Historia General no pudo realizarse porque luego algunos de sus componentes se abstuvieron y poco después Riva Agüero moriría. Conforme la guerra fue inclinándose hacia los aliados, Riva Agüero fue abandonando sus simpatías y recluyéndose en la soledad. Sufrió mucho al reconocer su error, se aisló, alojándose en el Hotel Bolívar donde un buen día lo sorprendió la muerte.

WSV

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