Terminado el Mundial, cuando el planeta entero giró alrededor de un balón, ya fuera de los partidos, lo más agradable de los días mundialistas es recordar lo vivido y ejercitar la memoria con las leyendas que hicieron grande a las Copas del Mundo. Manoel dos Santos es una.
Le decían Mané, pero se le conoció como Garrincha y así entró a la historia grande de este deporte. Sus hermanos le pusieron como apodo Garrincha, debido a un pájaro de las selvas de Mato Grosso, en Brasil. Es un ave con tremenda velocidad y muy poco agraciada.
Fue el más grande extremo que haya jugado sobre esta tierra y el más excelso regateador que se haya visto jamás, con sus desbordes dejaba en paños menores al más rudo de los defensas.
Sus jugadas de fantasía abrieron el debate acerca de si él o Pelé fue el mejor futbolista brasileño de todos los tiempos. No son pocos los que se inclinan por Garrincha, el jugador de las piernas torcidas. Sí fue el más querido, fue la alegria do povo (la alegría del pueblo).
Tenía la pierna derecha más corta que la izquierda, la columna vertebral torcida y los pies hacia adentro…, y así se hizo grande y dejó rivales viendo p’al ciprés; como si tal cosa, jugó tres mundiales y ganós dos (1958 y 1962). El Estadio Nacional de Brasil, en Brasilia, se llama Mané Garrincha.
“Sin Garrincha yo no hubiera ganado tres títulos del mundo”, dice Pelé cada vez que puede.
Más sencillo que un sándwich de pan con pan, Mané cargó toda su vida con demonios a los que nunca pudo gambetear. Fue borracho, parrandero y fumador, procreó 14 hijos y terminó en la más absoluta miseria. Es que las leyendas también tiene su lado oscuro.
Garrincha se fue cuando apenas iba a cumplir 50 años, el 20 de enero de 1983, a causa de su alcholismo crónico.
“Aquí descansa en paz el hombre que fue la alegría del pueblo: Mané Garrincha”, se lee en su epitafio.
Fuente: la-redo.net