Mientras que en el Congreso de Perú se discutía la destitución de Pedro Pablo Kuczynski por las recientes acusaciones de corrupción en su contra, en Lima corrían rumores sobre un supuesto pacto fáustico que le permitiría al presidente permanecer en el poder. Y así sucedió. Tres días después de que Kuczynski eludiera la destitución gracias a un grupo de partidarios de Alberto Fujimori en el Congreso, el presidente le concedió un indulto al exdictador, quien cumplía una sentencia de 25 años.
Alberto Fujimori, elegido de manera democrática en 1990, llevó al país a un periodo de reactivación económica, pero diez años después fue removido del cargo por un escándalo de corrupción y reiteradas acusaciones de violaciones a los derechos humanos que el ejército peruano realizó en su nombre. Entre sus crímenes más infames están el secuestro y asesinato de nueve estudiantes y un profesor de la universidad La Cantuta por un escuadrón del ejército; y el asesinato de quince personas, entre ellos un niño de 8 años, en Barrios Altos, una zona a las afueras de Lima, por haber supuestamente pertenecido al grupo terrorista Sendero Luminoso.
La decisión de Kuczynski, promovida de manera oficial como un gesto compasivo por el estado de salud de Fujimori, ha sacudido a Perú. Con lo que parece un acto egoísta, el presidente logró al mismo tiempo polarizar el país, romper una promesa electoral, traicionar a la justicia y enfurecer a sus aliados y a su propio partido político. Desde el anuncio del perdón, todos los días ha habido protestas.
La legalidad del indulto, interpretado por casi todos como un burdo quid pro quo, ha sido cuestionada por juristas y grupos de derechos humanos en Perú y en el mundo. Los abogados de las familias de las víctimas de Fujimori anunciaron que apelarán ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que en su momento ordenó a Perú juzgar a Fujimori por los asesinatos cometidos durante su régimen. En consecuencia, el ministro del Interior, el ministro de Cultura, el director de Derechos Humanos del Ministerio de Justicia y tres congresistas del partido de Kuczynski presentaron su renuncia.
El presidente permanece en el Palacio de Gobierno, pero no salió ileso de este intrincado Juego de tronos al estilo inca, transmitido durante la temporada navideña en horario estelar a un público hipnotizado y alarmado por la deriva del país al caos.
El drama comenzó el 21 de diciembre, cuando el principal partido de oposición, dirigido por Keiko Fujimori —hija del exdictador indultado y excandidata a la presidencia, quien es investigada por lavado de dinero—, orquestó un golpe parlamentario después de que Kuczynski resultara implicado en las investigaciones relacionadas con Marcelo Odebrecht, el magnate brasileño de la construcción. Engrasando las ruedas de una región que de por sí ya era corrupta, Odebrecht reconoció que su compañía ha sobornado a presidentes, ministros y candidatos de todo el continente para ganar contratos públicos.
A Kuczynski se le acusa de que una firma de consultoría de la que es dueño había firmado contratos con Odebrecht cuando él era primer ministro hace más de una década mientras se construía la carretera interoceánica, que se había cotizado con sobreprecio. El Congreso, sin embargo, no alcanzó los votos necesarios para destituirlo porque Kenji Fujimori lideró a un grupo de diputados que, siguiendo órdenes de su padre —según la prensa peruana—, se abstuvieron de votar.
Kuczynski no es el único implicado en la red de corrupción de Odebrecht. El expresidente Alejandro Toledo es un prófugo de la justicia por haber recibido un soborno de 20 millones de dólares de Odebrecht. Otro expresidente, Ollanta Humala, está detenido por corrupción aunque no se le hayan formulado cargos. Un expresidente más, Alan García, quien se alió con Keiko Fujimori en el intento de derrocar a Kuczynski, también están siendo investigado por corrupción y lavado de dinero.
Al perdonar a Fujimori para salvar su presidencia, Kuczynski le infligió un gran daño a la democracia de Perú y de América Latina. Renunció a la autoridad moral que le habría permitido liderar la lucha contra el mayor escándalo de corrupción en la historia de la región. Y, lo que es más importante, regresó a la vida pública a un hombre que todavía tiene que disculparse con las familias de las víctimas asesinadas durante los diez años de su régimen.
La sentencia contra Fujimori fue un logro histórico para la justicia peruana. La venalidad de su liberación solo aumentará el alto porcentaje de impunidad a los casos de violación de los derechos humanos y debilitará la aplicación del Estado de derecho en un momento en el que para combatir la corrupción es imprescindible un poder judicial sólido e independiente.
Fujimori todavía tiene seguidores y un partido, que de manera consistente obtiene un tercio de los votos, construido a partir de su legado. Merece reconocimiento por haber contenido la inflación y derrotar a dos grupos terroristas después del desastroso primer gobierno de Alan García, de 1985 a 1990. Pero al repasar la historia de su régimen, ¿valía la pena resucitar a un fantasma que nos acecha desde el pasado para salvar a un presidente que se tambalea?
Con el indulto, el presidente Kuczynski le ha pedido a los jóvenes peruanos que “pasen la página” y se olviden del pasado. Pero el infame jefe de los servicios secretos de Fujimori, Vladimiro Montesinos, quien sobornó a políticos, banqueros, empresarios, jueces, oficiales militares y periodistas, grabó en video las siniestras transacciones secretas, y con ello preservó un legado de abuso de poder a puertas cerradas. Estos videos ominosos son el mejor antídoto contra el olvido.
Perú necesita reconstruir los cimientos de una sociedad democrática en pleno asalto del tsunami Odebrecht. (Sonia Goldenberg)
Publicado en The New York Times.
Sonia Goldenberg es periodista y documentalista y fue directora del Comité de Protección a los Periodistas.