Valdelomar en lo más íntimo no intentó nunca traicionarse a sí mismo

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Para quienes han escudriñado la vida de Abraham Valdelomar, la lectura de sus cuentos y poemas resulta doblemente gratificante, pues encontramos ante un autor que, en lo más íntimo, no intentó nunca traicionarse a sí mismo.

Hizo de su imagen pública una caparazón para ocultar lo más auténtico de su personalidad en medio de una sociedad incapaz de comprenderlo, vacía y decadente.

Él mismo contribuyó a crear esa imagen displicente y afantasmada sin la cual tal vez nadie, o muy pocos, se habrían ocupado de su obra literaria.

En Valdelomar, lo anecdótico resulta singularmente importante. El acuñar anécdotas para el Conde de Lemos (tal era su campanudo seudónimo) era una suerte de género artístico que él ejercía con pasión. A través de ellas es posible detectar ahora la sutil simbiosis entre el creador y su contexto social. He aquí algunas:

Es fama que cuando en 1918 el todavía ‘incipiente’ poeta trujillano César Vallejo se traslada a Lima para continuar sus estudios universitarios fue presentado al Conde de Lemos por un amigo común.

Al término de dicho encuentro, Valdelomar, adoptando una pose doctoral, despidió al poeta con las siguientes palabras: “Ahora puede usted ir a su pueblo y decir con orgullo que ha estrechado la mano de Abraham, Valdelomar.”

En 1916, sostuvo una encendida polémica generacional con Sansón Carrasco (agresivo seudónimo de don Enrique López Albújar) luego de haber escrito una nota en el diario La Prensa, en la que el excéntrico poeta iqueño afirmaba: “El criollismo entre nosotros, el noble criollismo, la gentil literatura del terruño, comienza, si no me equivoco, con el cuento El Caballero Carmelo”, lo cual resultó, después de todo, una verdad inobjetable; sin desmerecer, por supuesto, al vigoroso autor de los Cuentos andinos.

El Palais Concert era en tiempos de Valdelomar y Mariátegui el café al que concurrían los artistas y escritores de la época. Estaba ubicado en el jirón de la Unión y en él tenía el Conde de Lemos licencias de imperator. No pocas veces lo escucharon decir: “El Perú es Lima, Lima es el jirón de la Unión, el jirón de la Unión es el Palais Concert, el Palais Concert soy yo… por lo tanto, el Perú soy yo”.

En cierta ocasión Abraham Valdelomar paseaba solo por el jirón de la Unión y de pronto se encontró frente a frente, en la misma acera, con una de las tantas enemistades que tan prolijamente cultivaba. Ninguno de los dos quería darse el paso. El anónimo enemigo de Valdelomar rompió los fuegos:

–Yo no doy paso a la porquería –rezongó.

Valdelomar, haciendo un esguince taurino y cediéndole el paso, respondió:

-Yo sí.

En su libro Mariátegui y su tiempo, Armando Bazán nos relata uno de los más curiosos acontecimientos de la vida de Abraham Valdelomar. “La otra anécdota -escribe- está relacionada con la presencia de Norka Ruskaya en Lima.

Valdelomar, Mariátegui y algunos otros periodistas que eran amigos de la eximia bailarina le propusieron una noche que fuera a ejercer sus ‘divinas dotes’ en pleno cementerio al influjo de la Marcha Fúnebre, de Chopin y bajo la embrujada claridad lunar.

Norka Ruskaya aceptó placentera ante la iniciativa y fue con ellos al lugar de los sucesos que al día siguiente conmovieron el ambiente nacional. La bailarina despojóse de sus vestiduras corrientes, cubrióse con sutiles velos, y a los acordes de un violín ejecutó la célebre danza entre las tumbas.

La mayor parte de los profanos fueron a parar tras las rejas. El suceso adquirió proporciones nacionales y fue debatido en las cámaras de nuestros honorables diputados y senadores. Allí tampoco faltaron los descendientes directos de Torquemada que clamaban por un castigo ejemplar. Menos mal que la voz de algunos letrados inteligentes de ese tiempo llegó a imponer los fueros de la cultura y el arte sobre las encrespadas furias de la barbarie, y los presos fueron puestos en libertad».

Discípulo del megalómano italiano Grabiel D’Anunzio, Valdelomar asumió personalmente la parodia de una plutocracia destruida y aniquilada por la guerra con Chile. Usaba escarpines, monóculo y levita. Se polveaba la cara y solía besarse públicamente la mano derecha diciendo: “La beso porque esta es la mano que escribió El Caballero Carmelo”.

En otras ocasiones, cuando alguien le increpaba sus desplantes, acostumbraba blandir esta respuesta lapidaria: “En un país de sumisos, el orgullo no es un defecto sino una virtud”.

Valdelomar prácticamente no hizo estudios universitarios. Se sabe por Manuel de Priego que se matriculó cinco veces en el primer año de la Facultad de Letras de San Marcos y una vez en la Facultad de Jurisprudencia de la Universidad de Roma, pero en esta ocasión (1914) el derrocamiento de su protector, el presidente Billinghurst, lo obligó a abandonar los claustros y regresar al Perú.

Se declaró siempre, en serio y en broma, como un espíritu antiuniversitario, aunque lo más probable es que en el fondo se sintiera frustrado de no tener un título universitario, que por esos años era inobjetablemente un timbre de distinción.

Valdelomar ha pasado a los anales de nuestra historia literaria como el autor de dos sinfonías inmortales: el cuento El Caballero Carmelo y el celebrado soneto Tristitia que, según se cuenta, Neruda recitaba por las mañanas frente al mar. Yo agregaría este otro bellísimo testimonio personal:

«Soy panteísta. Más ha contribuido en la formación de mi espíritu, la muda contemplación de estos médanos y guarangales, de estos viñedos y algodoneros florecidos, de estos sauces añosos, de estas acequias lentas y sombreadas, de estos crepúsculos encendidos y de estas noches consteladas por el raro florilegio de las estrellas, que las lecciones de Filosofía del Dr. Deustua, o las novelas de Anatole France. La humanidad necesita vidas honestas, sensibles, útiles y fecundas. No necesita malabaristas del pensamiento. Los hombres fundarán todas las universidades que quieran; pero enseña más un amanecer en el campo que un catedrático de estética».

Fuente: papelesdeproteo.blogspot.com/Foto: limagris.com

 

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