Bauman: “Distancia entre ricos y pobres está agrandándose a ritmo sin precedentes”

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Lúcido, cordial, directo y ágil. El sociólogo polaco Zygmunt Bauman, padre de la modernidad líquida, está empeñado en pensar esta época sin corsés ideológicos. Catedrático emérito de sociología en Varsovia, abandonó su país natal en 1971 a causa de una oleada antisemita. Profesor en Leeds, Tel Aviv y la London School of Economics, su alejamiento del comunismo no le ha hecho abrazar acríticamente el mercado, al contrario.

Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades, su última obra, «¿La riqueza de unos pocos nos beneficia a todos?», que publica Paidós, como casi toda su obra, hace acopio de multitud de datos para demostrar que el sistema económico vigente potencia y perpetúa la desigualdad: «Está entre nosotros para quedarse», y que está pauperizando la clase media: «La distancia entre pobres y ricos está agrandándose a un ritmo sin precedentes».

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—¿Es «¿La riqueza de unos pocos nos beneficia a todos?» un intento de demostrar que la mano invisible no funciona, que el mercado no es tan sabio como presume?

—Es interesante lo que plantea sobre el papel de la mano invisible, pero hay que tener en cuenta que Adam Smith lo escribió en un contexto muy diferente. Lo que ha pasado recientemente, en los últimos cuarenta años, desde los años setenta del siglo pasado, es que la mutua dependencia entre empleadores y empleados se ha roto de forma unilitateral. Hasta entonces los empleados, los trabajadores, dependían de sus jefes para poder vivir. Pero al mismo tiempo los jefes también dependían de sus empleados. Era una dependencia mutua. Y en las ciudades donde se levantaban las grandes fábricas una gran parte de la población era una especie de ejército de reserva de trabajadores. Hablando de este «ejército» de reserva, listo para volver al servicio, ocupar los puestos de trabajo cuando fuera necesario, los «generales» encargados de ese ejército de reserva se preocupaban del estado, de las circunstancias en las que vivían esos desempleados. Cierto que no estaban en servicio de momento, pero podrían necesitarlos. De ahí que hubiera un servicio social, una serie de atenciones, educación, alojamiento… Sobre todo después de la Gran Depresión, con el desempleo masivo, y especialmente tras la Segunda Guerra Mundial, se creó el estado de bienestar.

Lo que sin embargo me gustaría resaltar es que la introducción del estado de bienestar no fue fruto de una decisión partidista, había un consenso general en la opinión pública, entre la izquierda y la derecha, porque la mayoría estaba de acuerdo en que o bien mantenías a tu población en buen estado o bien serías derrotado en la próxima guerra o en la próxima batalla comercial con otros países. De tal manera que la mano invisible del mercado podía funcionar a favor de controlar las fuerzas en presencia. De hecho, entre los años cuarenta y setenta la desigualdad se redujo en toda Europa.

Eso cambió a raíz de las políticas económicas que se empezaron a poner en práctica en los años setenta, como la desregulación, la privatización, subcontratando obligaciones del Estado en el mercado (como proporcionar pensiones, educación, servicios sanitarios y prestaciones por el estilo). ¿Y por qué ocurrió esto? Porque los jefes, los propietarios del capital, los dueños de las empresas, vieron que ya no entraba dentro de sus necesidades e intereses ocuparse de los vecinos, de los locales, de los habitantes de su país. Se sintieron libres para ir donde quisieran buscar mano de obra, en lugares alejados de Madrid o de Barcelona, por ejemplo, donde no tuvieran que preocuparse de las pensiones o la seguridad social de los trabajadores, y donde habría huelgas para defender los salarios y los derechos consolidados de los empleados. Se dieron cuenta además de que era fácil hacer negocios, porque todos los datos los tenían en sus ordenadores portátiles, en sus teléfonos inteligentes, y se llevaron el trabajo a otra parte. De tal forma que se creo una dependencia unilateral. Los indígenas, la gente que vivía en los viejos países, todavía dependen de los dueños del capital para conseguir un trabajo, pero los jefes ya no dependen de esos trabajadores. De tal modo que la mano invisible del mercado empezó a funcionar de otra manera.

—¿Es decir, que al final mis padres tenían razón cuando me dijeron que siempre habrá pobres y ricos?

—Me temo que sí, que tenían razón, y que la desigualdad está entre nosotros para quedarse. Tenían razón. El problema es si la cuestión de la desigualdad está bajo control y si podemos aplicar medidas para mitigar estas diferencias entre el modus vivendi de ricos y pobres. Y los datos nos dicen que la distancia entre pobres y ricos está agrandándose a un ritmo sin precedentes. Las 85 personas más ricas del mundo poseen una riqueza que equivale a la que suman las 4.000 millones de personas más pobres del mundo. Es increíble: el 85 frente a 4.000 millones. El 90 por ciento de toda la riqueza producida en el mundo después de la gran crisis que se inició en 2007, con el colapso del crédito y la amenza de desaparición de bancos si no eran recapitalizados con el dinero de los que pagan impuestos, se la han apropiado el 1 por ciento de las personas más ricas de la Tierra. Y no solo los pobres, los proletarios, ni tampoco la clase alta, sino la clase media no solo ha visto cómo disminuían sus ingresos sino también sus perspectivas de mejora. El nuevo fenómeno que tenemos ante nosostros es precisamente la desaparición del futuro para esta clase media, de sus expectativas de progresar. Incluso el trabajo es un bien que se ha instalado en el terreno de la incertidumbre, seguirá desapareciendo. Puedes haber estado trabajando treinta, cuarenta años para una empresa, y de repente se produce una fusión, y enseguida corta la mano de obra sobrante. Suben las acciones de la nueva firma y tú te encuentras sin empleo en una sociedad donde los mayores de cincuenta años no tienen la menor esperanza de volver a conseguir un trabajo. Por otra parte, y aquí estamos hablando de España, tienes a un cincuenta por ciento de los jóvenes titulados que no tienen trabajo…

—Pero al mismo tiempo el Gobierno español y la Unión Europea siguen insistiendo en que es necesario reformar el mercado de trabajo y aumentar la desregulación porque dicen que es la única manera de conseguir que haya más trabajo…

—Eso es absolutamente falso. Forma parte de una leyenda, de una falseadad que ha sido introducida en la mente del público: que si los ricos se hacen más ricos eso será beneficioso para todos. Y no es así, no ha ocurrido.

—¿Es una quimera?

—Nunca ocurrió. La mayor parte de la economía hoy es puramente monetaria. El dinero trae más dinero. Todas las transacciones que se producen en la bolsa, en el mercado de valores, y que afectan a la vida de personas como usted, no tienen el menor interés en la economía, en las condiciones de vida que afectan a gente como usted, que no son capitalistas, que no juegan en la bolsa. Hay un creciente golfo de separación entre los que juegan a la bolsa, entre el mundo de las altas finanzas, y la gente que hace cosas, los empleados que sirven a la mayor parte de la población. La naturaleza del juego ha cambiado por completo, y eso no es algo que haya ocurrido de repente y de lo que nos hemos dado cuenta de la noche a la mañana. La desigualdad ha estado entre nosotros desde el comienzo de la especie humana. Pero ese no es el problema, el problema es el carácter diferente que está adoptado, y lo peor es que no hay hoy día forma de controlarla, de mantenerla a raya.

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—¿Y qué ocurre entonces con los políticos? ¿Están al servicio de los trabajadores, de la población en general, o son asalariados de las grandes finanzas?

—Ellos se mueven en un doble obediencia. Desde 1648, tras la paz de Westfalia, en donde se creó un nuevo orden político en el centro de Europa, un concepto de soberanía basado en que los gobernantes de cada territorio tenían la capacidad de decir a la población bajo su mando en qué dios deberían creer, arrancó el periodo de construcción de nuevos estados, en los que la religión era sustituida por la nación. Resultó muy bien en cuanto a la independencia territorial de los estados, la habilidad de promover el autogobierno de un territorio. Pero ahora las reglas del juego han cambiado por completo. Porque vivimos en la interdependencia, no en el de la independencia. Formalmente, nominalmente, los Estados siguen siendo soberanos en lo que concierne a su territorio, pero en la realidad ya no lo son. El problema no es que los políticos sean corruptos; algunos lo son, pero no todos lo son. El problema no es que sean estúpidos; algunos de ellos lo son, pero no todos. El problema no es que sean miopes; algunos de ellos lo son, pero no todos. El problema fundamental al que todos ellos tienen que hacer frente, sean corruptos, estúpidos o miopes o no suficientemente sabios, es que están sometidos a una doble obediencia. Por una parte, son los gobernantes de un territorio concreto, y los ciudadanos de ese territorio les eligieron precisamente para que gobernaran, por lo que están obligados a escuchar a su electorado. Tienen que tener en cuenta lo que su electorado les demanda. E incluso deben prometerles que trabajarán para ellos, que satisfarán sus necesidades. Sin embargo, lo que a menudo se ven obligados a hacer es que tienen que mirar en otra dirección: cuáles serán las consecuencias de sus decisiones en el mercado global o, como esta de moda decir hoy día, la reacción de los inversores globales. En otras palabras, la libre circulación, emancipada de todo tipo de control político, del mercado financiero. Los viernes deciden cómo mejorar la situación del país y para ello adoptan una serie de medidas, pero el fin de semana no pueden conciliar el sueño, porque temen que el lunes, cuando vuelvan a abrir las bolsas, un nuevo cataclismo en los mercados puede llevar al traste con todos sus planes, con un nuevo colapso del Estado que ponga en fuga a los capitales.

—¿Quizá lo que les está pasando a muchos gobiernos es que acaban de despertarse y de darse cuenta de que tienen mucho menos poder del que pensaban, del que solían tener?

—Esa es la cuestión. Ellos tienen que maniobrar constantemente.

—¿Cómo de acertados o erróneos eran los análisis de Marx? ¿Le resultan todavía útiles para ustedes?

—Muchas de las predicciones de Marx se demostraron equivocadas, en parte por la influencia de sus propias predicciones. Como la idea de la profecía autocumplida. La profecía de que habrá una catástrofe, la gente se lo cree y toma medidas para prevenirla. Y eso es exactamente lo que ocurre. Marx habló de la pauperización del proletariado, y que eso llevaría al proletariado a las calles y desencadenarían Una revolución. Creo que la gente inteligente entre los dueños de los recursos escucha atentamente y toma medidas. En el siglo XIX, en Inglaterra, se adoptaron medidas para mejorar las condiciones de los obreros, sus pensiones, el derecho a afiliarse a sindicatos y a declarse en huelga para defender sus derechos. Todo ello estaba orientado a mejorar las condiciones de vida de la clase obrera. Se acabó incrustando en la mentalidad de la gente la necesidad de mejorar las condiciones de vida y de trabajo dentro del propio sistema capitalista, sin cuestionar el propio sistema. Entonces llegó la revolución bolchevique, que partía de la idea de que todos somos iguales, lo cual no es cierto, pero es lo que la gente creía, o quería creer. Y se logró que dejara de haber desempleo, eso es cierto. Se proporcionó educación para todos, lo que también era verdad. Y había sanidad gratuita para todos. Y eso también era verdad. Al otro lado del Telón de Acero, la gente veía lo que había y tomaba precauciones. En respuesta a esas realidades hay que contar el New Deal del presidente Franklin Delano Roosevelt, el estado de bienestar en buena parte de Europa…

Ahora, con el colapso del bloque soviético, no hay alternativa, el capitalismo se ha quedado solo en el campo de batalla, sin enemigos a la vista, hasta el punto de que muchos gobiernos buscan ávidamente nuevos enemigos para mantener la vigilancia y la unidad de la población. Pero lo cierto es que no hay un sistema alternativo, y desafortunadamente no hay nada que constriña, que limite algo que es endémico a un sistema que está basado en la competencia: la codicia, la codicia, que pretender sobreponerse, derrotar a los otros, y la escasa sensibilidad hacia el destino de los desafortunados, de las víctimas causadas por tu propia actividad. Es una nueva situación, que surgió tras la caída del Muro de Berlín. Por primera vez en ciento cincuenta años las predicciones de Marx podrían hacerse realidad, no solo en lo que se refiere al proletariado, sino a la clase media, que ha visto cómo se ha ido deteriorando, pauperizando, su nivel de vida, perdiendo tanto su nivel de ingersos como su percepción de la seguridad, la quiebra de su sentimiento de pertenencia, de formar parte de una comunidad, de contar con instituciones que se preocupen de ellos cuando sufran una catástrofe individual, el temor a que se reduczan o dierctamente se supriman las prestaciones de desempleo, de trabajar más años para disfrutar de pensiones más…

De repente, el suelo ha empezado a temblar bajo nuestros pies. De ahí, de esa inquietud, han surgido movimientos como el de los indignados en España, buscando de manera febril nuevas formas de participar en política, porque han perdido por completo la fe en las instituciones políticas establecidas. Lo cierto es que el sistema ha dejado de cumplir sus promesas, de cumplir con sus obligaciones.

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—Entonces, ¿qué hacer?

—Mi explicación es que en el origen de todos estos problemas que estamos atravesando, en la liquidez de los cimientos de esta situación, descansa en un acontecimiento, el divorcio entre poder y política. El poder se puede definir como la habilidad de hacer cosas, y la política es la decisión sobre las cosas que se deben hacer. Hace medio siglo todo el mundo estaba de acuerdo, poder y política residían en manos del Estado soberano. Ahora, desafortunadamente -o afortunadamente, depende del punto de vista que adoptemos-, la soberanía del Estado territorial se ha convertido en una ilusión. Cierto que los Estados cuentan con algunos poderes que pueden corregir algunos aspectos de la realidad, pero las cuestiones esenciales que afectarán a las perspectivas en la vida de tus hijos y a tus nietos quedan más allá de los poderes del Estado soberano, del Estado territorial, están sometidas a fuerzas globales. El sociólogo Manuel Castells lo denomina de manera brillante como «espacio de flujos», es decir, son movimientos que surgen aquí y allá completamente al margen de la planificación de cualquier fuerza política. Representa el divorcio entre poder y política.

Por una parte tienes poderes libres de cualquier control, por la otra tienes políticas y políticos que carecen por completo de poder. De ahí que la vieja gran pregunta acerca de qué es lo que debemos hacer, creo que la pregunta no es tanto esa. Más o menos sabemos lo que es preciso hacer, que debería ser volver a casar poder y política. La política debería recrear su control del poder, y el poder debería estar sometido al control de la política. Pero la verdadera gran pregunta, para la que yo no tengo la respuesta, es quién va a hacerlo. Ese es el problema. Porque los Estados-nación fueron creados por nuestros abuelos y bisabuelos para servir a la independencia de los Estados soberanos, pero ahora nos encontramos en una nueva situación de interdependencia. Y si bien resultaron útiles durante décadas como Estados independientes, lo cierto es que han dejado de ser útiles en la era de sociedad global, a la hora de controlar la interdependencia global de las sociedades. Es la gran cuestión del momento. Ante esto hay todo tipo de propuestas. Ninguna de ellas resulta del todo convicente. Unas muestran su entusiasmo por las nuevas clases educadas con la llegada de la informática y de internet, en el que todos se pueden comunicar con todos, pero el problema es que no es así, que todos se intercomuniquen.

Internet provoca más divisiones que unificaciones. Si recorres las calles de Madrid no puedes evitar el hecho de que estás viviendo en una sociedad global, porque te cruzas con gente variada y diferente, ves la multiculturalidad, te cruzas con muchos extranjeros, con personas que piensan de manera distinta a la tuya. Eso ocurre cuando estás en la calle, desconectado. Pero cuando estás «online» puedes desconectar, apagar a los otros, a los extraños, comunicar solo con quienes te interesan, de tal manera que acabas habitando una cámara del eco, donde todo lo que escuchas no son más que ecos de tu propia voz. O un salón de los espejos, donde todo lo que ves no son más que reflejos de tu propio rostro. No está predesignado que internet debería actuar en la dirección de que la gente se adapte al multiculturalismo, sino que estaría actuando exactamente en la dirección contraria.

Otras opciones sobre la mesa son movimientos como el de los indignados, que pretendían resistir en las calles hasta que sus exigencias fueran atendidas, tratando de restaurar la democracia directa, que Aristóteles definió con hermosas palabras. Pero hasta el momento no hay evidencias de que resultaran eficaces. Sucedió también la Primavera Árabe, pero estamos todavía esperando, y lo que de momento tenemos en gran medida es un nuevo invierno árabe. Wall Street fue ocupado, pero en realidad no tomaron nota de ello, y siguió actuando como antes. Es decir, no tenemos la menor prueba de que sean eficaces. Sí me gustaría traer a colación una idea lanzada por Benjamin Barber, un estudioso de la ciencia política, que plantea qué ocurriría si los alcaldes gobernaran el mundo…

—¿Como el nuevo alcalde de Nueva York?

—También tienen un alcalde en Madrid, seguro.

—Claro.

—¿Qué es lo que plantea? La cúpula del sistema político, que son los gobernantes del país, no están a la altura, no tienen las capacidades para responder a las exigencias de un mundo interdependiente, y para resistirse a las fuerzas de la globalización, que afectan al destino de sus ciudadanos. Sin embargo, a una escala mucho más baja, al nivel más bajo, pequeños políticos, políticos individuales, no les exigimos que ofrezcan soluciones individuales a grandes problemas sociales. Somos expertos a la hora de movilizar nuestro propia energía, nuestro propio talento, nuestra propia ingenuidad, nuestros propios recursos… para tratar de resolver para nosotros y para nuestras familias los problemas creados muy lejos de nosotros. Este nivel bajo es demasiado impotente para hacer frente a todo esto, de ahí que la única solución, la única salvación, dice Barber, esté en las grandes ciudades. En los países en desarrollo el setenta por ciento de la población ya vive en grandes ciudades, y en torno al cincuenta por ciento de la población mundial vive en grandes ciudades. Es un poder creciente. Las ciudades tiene el tamaño correcto y la densidad de población adecuada para combinar la comunidad en la que se puedan tomar decisiones cara a cara, para que la gente se reúna, y para que asuma sus obligaciones morales que plantea vivir con otros, para adoptar decisiones en las que se tengan en cuenta las razones del otro. La sociedad es abstracta, moralmente insensible, pero estas divisiones se puden corregir a escala de las comunidades urbanas.

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—Saskia Sassen ha escrito acerca de ello.

—Sí, hay mucha gente trabajando y pensando en el papel de las ciudades como un agregado humano con el tamaño adecuado y el número adecuado de gente para hacer frente de forma eficaz a los problemas que se han creado. Hay muchas propuestas sobre la mesa, y no todas son igual de convicentes. Pero el presente nos muestra que la gente está verdaderamente preocupada tratando de encontrar soluciones a estas cuestiones básicas y esenciales, que estoy seguro serán el arte, la tarea del siglo XXI: Cómo volver a unir poder y política. La habilidad para hacer cosas y para decidir cómo deben hacerse.

—Para acabar, una pregunta muy breve, ¿quién es Zygmunt Bauman?

—¿Quién soy yo? Una persona muy mayor, que ha vivido en diferentes periodos de la historia. Cuando echo la vista atrás me doy cuenta de que he experimentado grandes momentos de esperanza, de ideas, de promesas. Y eso es lo que soy, lo que he tratado de hacer: darle sentido a todo lo que he vivido.

(Entrevista: Alfonso Armada – Diario ABC, España).

 

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